Durante los últimos meses, el gobierno de Dina Boluarte ha empleado tácticas de deslegitimación y criminalización de la oposición que recurren de manera indiscriminada a la memoria del pasado violento. De esta manera, alegar el resurgimiento de grupos subversivos se ha vuelto una forma recurrente de mantener a la ciudadanía en un estado perpetuo de zozobra. Asimismo, sirve para tener a ciertos grupos sociales bajo la mira por poseer características atribuibles a la imagen diseñada del “terruco”. A tal construcción ideológica discursiva, utilizada como base para la estigmatización y deshumanización, denominamos “terruqueo”. Por supuesto, este instrumento retórico no es nuevo del gobierno de Boluarte, pues, de hecho, suele ser asociado con la memoria salvadora instaurada en el régimen fujimorista. Así, por ejemplo, eventos como la pasada intervención a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos nos remontan a imágenes ya vistas durante la década de 1990. Este suceso dejó un gran saldo de detenciones arbitrarias. Aunado a ello, las repetidas advertencias del gobierno sobre grupos azuzadores que habrían tornado violentas las marchas, vinculándolas al fantasma de Sendero Luminoso, delata más que nunca la vigencia del discurso.
Si bien estos hechos constituyen precedentes sustanciales del avance avalentonado del discurso, una de las ramificaciones de dicho proceso se remonta a diciembre de 2020 durante el recién entrante gobierno de Francisco Sagasti. Para ser precisos, el 2 de diciembre del 2020 se hizo público el denominado “Operativo Olimpo”, cuando el entonces ministro del Interior Rubén Vargas apareció en los medios de comunicación anunciando la captura de más de 70 personas acusadas de pertenecer a Sendero Luminoso, entre los cuales estaban varios estudiantes y profesores de la UNMSM. Aunque fue presentado como un hito histórico, lo cierto es que los argumentos legales para la detención de tal cantidad de personas no resultaban del todo claros, sobre todo considerando que el larguísimo expediente policial no registraba prueba de la comisión de delito alguno (Sosa, 2020). Entre las razones esgrimidas estaban su pertenencia a la izquierda política, la participación en marchas y eventos nacionales o internacionales, así como la difusión de sus actividades. Los detenidos no solo tuvieron que atravesar una prisión preventiva de un año y medio hasta que la Fiscalía dictó su revocatoria, sino que también sufrieron del silencio mediático del caso, bien sea por la indiferencia o, más aún, el miedo infundido en la población. Por lo mismo, a la hora de abordar el tema del terruqueo, debemos ahondar en los miedos colectivos envueltos en su efectividad.
Los rostros de los miedos en el Perú: un repaso a nuestra historia
El miedo no solo constituye el motor de los discursos estigmatizadores, sino que es base misma del funcionamiento social. De acuerdo a Hobbes, el miedo es uno de los pilares fundantes del Estado y la sociedad civil, pues es el miedo al otro y a la muerte el que mueve a los seres humanos a pactar y elegir líderes; es decir, los orienta a formar una suerte de orden social en que el otro, aunque siga pareciéndole peligroso, está también sujeto a la ley del soberano (Castro, 2005). Resulta propio de la naturaleza humana la necesidad de identificar el miedo o la fuente de la que emana para mermar nuestra sensación de incertidumbre permanente. Al menor, el ser humano desea estar en la capacidad de reconocer la posibilidad de acabar con aquello que pone en riesgo su naturaleza. Dado que tendemos a sobresimplificar y a reflejar nuestros miedos en el rostro de situaciones, personas, o grupos sociales, muchas veces ello se da sin las evidencias que certifiquen su existencia. Por ello, muchas de las manifestaciones concretas del miedo están ligadas a la subversión, ya sea del orden natural, orden político, de la salud o de la armonía (Rosas, 2005). En particular, dentro del miedo a la subversión del orden político subyacen las reacciones frente a la autoridad establecida —tanto aquellas ejercidas de manera violenta como pacífica—, así como el temor a la presencia de minorías que se perciben como distantes o apartadas. Así pues, la constitución de una perspectiva del mundo en la que unos ocupan el rol del nosotros —poseedores del miedo— y los otros el ellos —rostro del miedo— propicia la deshumanización de estos últimos de forma tal que facilite su aniquilamiento.
Para identificar los miedos connaturales al Perú es posible remontarnos a la época de las revueltas independentistas. Según Rosas (2005), la élite colonial de ese entonces temía a que la influencia de la Revolución Francesa impulsara rebeliones por parte de la muchedumbre indígena. Si bien los hombres de la época ansiaban un cambio de la configuración social, lo asemejaban más a un intento reformista que a un cambio radical, el cual despertaba en ellos un temor al volcamiento del orden establecido. De aquí podemos definir dos ejes que componen el miedo colectivo en el Perú: por un lado, el miedo al indio, quien es visto como un otro incivilizado e irracional, y, por otro, el miedo a la ruptura del statu quo o, en suma, de todo orden que constituya el sostén económico y político de las élites dominantes. En tiempos más recientes, la Guerra Fría infundió un profundo miedo al comunismo entre los países alienados al bloque capitalista, razón por la cual se dio un posterior desarrollo de políticas orientadas a contener dichas amenazas a nivel de varios estados. En nuestro país, dicho miedo tomaría el rostro de grupos guerrilleros, de personajes como Haya de la Torre y partidos como el APRA. Sin embargo, el punto más álgido de concatenación entre ambos miedos tuvo lugar durante el conflicto armado interno con la construcción del “terruco” como enemigo político y el subsecuente discurso que las fuerzas del orden y los gobiernos de turno usaron para obtener legitimidad.
Durante el CAI, el gobierno vio la necesidad de forjar un discurso legitimador del accionar excesivo de las FF.AA. debido a la estrategia ineficiente —o a la falta de ella— para enfrentar a los grupos subversivos. Según Burt (2014), la reacción del gobierno de Belaúnde no fue otra que la de restar importancia al problema para luego usar el terror de Estado como respuesta, lo cual resultó en una violencia indiscriminada por parte del Estado. En 1982, la declaratoria de estados de emergencia en las principales provincias de Ayacucho incentivó la militarización de todo el departamento y, posteriormente, de otras regiones del país, en las cuales se crearon “Comandos Políticos-Militares” encargados de controlar a la población civil. De tal manera, se forjó un ambiente de impunidad y atropello continuo de los derechos constitucionales. A ello debemos sumarle el marco legal endeble que regía entonces, compuesto por la variedad de leyes antiterroristas emitidas en los gobiernos de Belaúnde, García y Fujimori. En particular, el Decreto Legislativo 46 de 1981 tipificaba los delitos de pertenencia a una organización terrorista, colaboración, apología al terrorismo, etc., pero fallaba en dar una definición clara y precisa sobre qué acto podía ser considerado como terrorismo (Rivera Paz, 2007). Más adelante, los Decretos Ley 25475 y 25659 promulgados por Fujimori buscaron extender lo más posible los actos que pudieran entrar dentro de la categoría de terrorismo al ser en esencia tipos penales abiertos. Con ello, la represión legal por parte del gobierno se tornó inagotable, pues cualquier sospechoso de ser subversivo era fácilmente encarcelado, lo cual sirvió como exhibición del renovado y reforzado poder estatal. Es decir, desde un inicio el discurso del terruqueo contó con una base legal que avaló la equivalencia entre oposición y terrorismo.
El indio terrorista o el otro racista
La atribución de rasgos andinos, lenguaje e incluso ubicación geográfica a la imagen del terrorista en combinación al miedo al indio devino en una asociación que sobrevivió al conflicto. La indigenización del conflicto propició que las FF.AA. cometieran masivos atropellos a los DD.HH. bajo el pretexto de “acabar con la violencia senderista” (Robin, 2017). De tal forma, su actuar autoritario dimana también de la identificación de las zonas rurales como “zonas rojas” pobladas de terroristas, idea de por sí reforzada por el imaginario contradictorio que se tiene sobre la sierra peruana. Por un lado, desde una posición paternalista, el nosotrosnosotrosnosotros percibe a la sierra como incivilizada y renuente a modernizarse por voluntad propia debido a su ignorancia o facilidad de ser manipulada, razón por la cual asume la tarea de enseñarle el camino hacia la modernidad. Pero, por otro lado, de hallar una resistencia mayor, se le atribuye un carácter salvaje que más adelante es objeto de criminalización y convertido en subversivo. Siguiendo esta línea, Portocarrero (2011) sostiene que la imagen del indio sumiso es paulatinamente sublevada por la amenaza de una muchedumbre indígena hostil que ha decidido salir de su sitio habitual para reclamar cosas que, según el criollo blanco, no le corresponden. El surgimiento del conflicto no fue sino la excusa perfecta para que el viejo miedo criollo al indio rebelde se plantase con fuerza en el imaginario colectivo. En concordancia, desligar el terruqueo del trasfondo racista peruano impediría ver cómo es que distintas prácticas discursivas se entrelazan a partir de la construcción de una otredad que, al menos en este caso, ocupa el mismo lugar en la historia.
Asimismo, no podemos dejar de lado las dicotomías de racional-irracional y civilización-barbarie subyacentes. Dado su mismo carácter deshumanizante, el discurso realza la irracionalidad e incivilidad del otro para así justificar los “daños colaterales” provocados por la intervención de las fuerzas del orden. Al respecto, Silva Santisteban (2008) señala que el hecho de que la imagen del “terruco” dibujada por los sectores medios urbanos fuera la del “cholo resentido” que no tiene otra opción que expresar su frustración mediante la violencia denota su terror por lo desconocido y lejano a ellos. Dicha asociación halla sustento en el imaginario que la colonialidad ha creado sobre la población indígena, que desde siempre ha sido retratada como incivilizada y antecesora a la modernidad. La clasificación racial de la población que sobrevivió a la colonia no solo fue naturalizada por los europeos, sino que los mismos dominados terminaron por asimilarla y hacerla parte del sentido común. No obstante, para mantener esta ideología en el tiempo se necesita más que el uso de la fuerza represiva y simbólica contra las poblaciones dominadas. Ante todo, la estructura del discurso nosotros/ellos colocados en una escala de inferioridad/superioridad racial requiere de la maleabilidad suficiente como para ser fácilmente convertida en otros discursos coyunturales, como bien lo es el terruqueo. Así pues, este nos presenta una confrontación entre nosotros —compuesto por el Estado y la población urbana— y ellos —que se convierte en el otro terrorista— vista como bien/mal en el cual los segundos aparecen como el enemigo a destruir (Angarita, 2015).
Nos hemos terruqueado tanto: ¿y cómo se ve ahora?
La pregunta sustancial que nos queda es: ¿cómo explicar el sostenimiento del discurso pese a la caída del régimen fujimorista y a los intentos de la CVR de establecer una narrativa distinta? La memoria salvadora fujimorista ha construido una narrativa según la cual fue Fujimori quien acabó con el terrorismo, desligando cualquier crimen cometido y acusando todo intento de comprender lo sucedido “apología al terrorismo”. De esta manera, el terrorismo se configura como un concepto autoexplicativo sobre el cual no tiene por qué hacerse preguntas de más. A su vez, la imagen de “mano dura” de Fujimori es relacionada al orden, tanto respecto el caos que supuso la violencia de la época como respecto a la crisis económica entonces vivida, a la cual se jacta de haber puesto fin. Sin duda alguna, durante el conflicto, la necesidad inicial de tener a un enemigo absoluto claramente identificado no solo era propia del oficialismo, sino también resultado del trauma colectivo vivido por una sociedad fragmentada e inmersa en una violencia dispersa. Empero, los gobiernos posteriores, herederos del nuevo modelo económico extractivista establecido en la década de 1990, vieron la necesidad de reafirmarlo y afirmarse a sí mismos. Por tanto, para otorgar legitimidad a las políticas extractivistas, se requería de un enemigo sospechoso a priori, bajo la lógica de que cualquier opositor al progreso económico es, además de irracional, alguien que merece ser desechado. A causa de los discursos criminalizadores que justifican el accionar represivo del oficialismo, los antimineros, antisistema e izquierdistas son perseguidos, denunciados e incluso asesinados En habidas cuentas, el discurso del terruqueo no siempre se ejerce de manera explícita, por lo que la imagen del terruco se expande para abarcar a todo sujeto conflictivo que represente una amenaza para el sistema.
Como se estableció desde un inicio, el uso del terruqueo se extendió como herramienta útil para deslegitimar la protesta social. Sin embargo, no ha sido hasta los últimos meses en que la tenacidad de dicha estrategia ha quedado en evidencia para más amplios sectores de la población. Lo que de paso ha quedado en evidencia es que la construcción de la imagen del terrorista deviene en la deshumanización de los actores calificados como tal, lo cual ya no posee un escenario de violencia subversiva como justificativo. Durante el CAI se dio un proceso de basurización simbólica por parte de quienes no sufrieron su impacto de primera mano como una respuesta al miedo a la irracionalidad de la misma violencia (Silva Santisteban, 2008). En este marco, el otro es retratado como la fuente del miedo, de modo tal que se desconoce cualquier límite moral o racional que impida la decisión de aniquilarlo. Al mismo tiempo, la reiteración del discurso en el tiempo somete a la población a un estado de terror perpetuo. En tal sentido, el terruqueo constituye fuente y consecuencia del proceso de deshumanización de todo aquel que encaje en la imagen del “terruco”.
Fundado en los miedos antes descritos, todo intento de alterar el estado natural de las cosas o la mera oposición es criminalizada y el sujeto deshumanizado. En la actualidad, los discursos criminalizadores, según los cuales los manifestantes no son más que delincuentes, sirven para racionalizar y justificar la represión estatal. Al fin y al cabo, el poder discursivo ejercido no busca otra cosa que naturalizar distintas formas de inequidad social, reproduciéndose así con la apariencia de ser neutrales para que no sean objeto de impugnación. Por supuesto, los medios de comunicación constituyen el campo ideal para su reproducción, en vista de su alta capacidad de configurar concepciones del otro en la mentalidad colectiva. Ejemplo de ello fue el tratamiento mediático de la campaña electoral de 2021, en la cual Pedro Castillo fue, desde un inicio, asociado con la imagen del terrorista por sus presuntos vínculos con Sendero Luminoso, MOVADEF e inclusive por su misma participación en la huelga magisterial del 2017.
En síntesis, si bien las raíces del discurso del terruqueo se encuentran en el conflicto armado interno, hallamos en él una serie de capas que derivan de un miedo histórico al otro encarnado en muchos rostros. Durante las décadas de 1980 y 1990, la indigenización del conflicto a falta de una estrategia antisubversiva efectiva por parte del Estado propició la equiparación del terrorista al indígena. En concordancia, la caracterización dada al “terruco” es la de un ser cuya condición de indígena, alejado del mundo occidental, explica su accionar incivilizado e irracional. Esto, a su vez, otorgaría justificación al actuar represivo de las FF.AA. hasta décadas después de culminado el conflicto. En la actualidad, el discurso ha seguido replicándose como una forma de deslegitimar un sinfín de manifestaciones y de criminalizar grupos sociales por ejercer oposición frente al gobierno de turno. Así, se ha configurado como un corpus discursivo que parte de la necesidad de crear un enemigo político absoluto, pero que deviene en la deshumanización de aquel identificado como el otro. En suma, el resultado es que todo el que comparta los atributos típicamente atribuidos a la imagen del terrorista puede ser estigmatizado, desprestigiado en su calidad de ser humano y hasta criminalizado.
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Referencias bibliógraficas
Burt, J. (2006). "Quien habla es terrorista": The Political Use of Fear in Fujimori's Peru. Latin American Research Review 41(3), 32-62. doi:10.1353/lar.2006.0036.
Burt, J. (2014). Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
Rivera Paz, C. (2007). Ley penal, terrorismo y estado de derecho. Revista Quehacer, 167, 68-77.
Angarita Cañas, P. E., & al., e. (2015). La construcción del enemigo en el conflicto armado colombiano 1998-2010. Medellín: Sílaba, Universidad de Antioquia, INER.
Azevedo, Valérie. (2017). Categorización étnica, conflicto armado interno y reparaciones simbólicas en el Perú post - Comisión de la Verdad y Reconciliación. Nuevo mundo mundos nuevos.
Rosas, C. (2005). El miedo en el Perú. Siglos XVI al XX. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. http://repositorio.pucp.edu.pe/index/handle/123456789/173095
Silva Santisteban, R. (2008). El factor asco: basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, IEP.
Salud con Lupa (2021). Entre el “terruqueo” y los “salvadores de la patria”: unas elecciones marcadas por el delirio. Recuperado de: https://saludconlupa.com/noticias/entre-el-terruqueo-y-los-salvadores-de-la-patria-unas-elecciones-marcadas-por-el-delirio/
Revista Quehacer (2011). Los miedos en el Perú: una entrevista a Gonzalo Portocarrero. Recuperado de: https://www.desco.org.pe/recursos/sites/indice/808/2369.pdf
Sosa, M. (2020). Penas y culpas del Operativo Olimpo. Revista Ideele Nª295. Recuperado de: https://www.revistaideele.com/2020/12/24/penas-y-culpas-del-operativo-olimpo/
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