El inicio de clases en conjunto con las nuevas erosiones políticas del país me pone a observar cada vez más el comportamiento de las personas; la capacidad que podemos tener de desmerecer sutilmente a aquel que consideramos está en lo incorrecto. Acercándonos a un ejemplo cercano, estoy segura que muchos de nosotros hemos vivido situaciones en las que nuestras conversaciones se tornaban en una especie de enfrentamientos con adultos que pertenecen a otra generación -o incluso dentro de la nuestra- terminamos por discutir porque simplemente nuestra concepción sobre algún tema no es la misma. Tener desacuerdos es parte de nuestra interacción social: no vivimos en un estado utópico en el que la capacidad de todos los individuos es poder estar satisfechos con lo que sucede a su alrededor y respetando las normas sociales, morales y el orden jurídico. A mi parecer, nos encontramos en el espectro más alejado de la cordialidad. Observar cómo interactuamos e intercambiamos con otros es tener en cuenta que existen diversos factores detrás de nosotros y que condicionan nuestra manera de reaccionar. Estas diferencias que, en un ámbito común, podrían llevar a una conversación enriquecedora se vuelven barreras que nos vuelven distantes. Nos volvemos intolerantes y de la manera más natural desarrollamos un sentimiento de hostilidad. Sin embargo, considero que cada generación tiene una autopercepción de superioridad que -muchas veces- no le permite escuchar o dialogar con otras.
Ante ello, hace unos días me puse en la tarea de buscar alguna manera de explicar o entender de cualquier forma nuestra evolución social. Es así como di con un texto escrito por Zygmunt Bauman que dedicó gran parte de su carrera a poder describir un fenómeno que -considero- describe y nos acerca a comprender el funcionamiento de nuestra sociedad, pero, específicamente, nos habla de una cualidad que cada generación ha aprendido a desarrollar.
Bauman plantea la metáfora de un sistema de licuefacción en el que antiguas sociedades “sólidas”, con estructuras y bases asentadas, van tomando una configuración “líquida” es decir con la capacidad de un cambio constante en la que no se conservan de una forma (2003, p.8).
Esta propiedad líquida se opone a una estructura rígida en la que se asientan pautas y modelos sociales a seguir. Si bien esta flexibilidad puede ayudar a la adaptación en el cambio social, Bauman señala que en ciertas ocasiones esta fluidez se utiliza en situaciones extremas y según sus palabras se pretendía disolver todo aquello que tiene carácter permanente (2000, p.9). Teniendo en cuenta esta perspectiva, podemos entender que estas ideas siguen vigentes y nos llevan a preguntarnos si realmente esta rigidez puede ser una cualidad enteramente negativa. Si la vemos como una propiedad que por su firmeza puede mantenerse estable por periodos largos de tiempo, a su vez, no podríamos asegurar que las ideas o pensamientos vertidos en formarla sean válidos para todos.
Ahora, páginas más adelante el autor menciona una idea clave que nos puede llevar a reflexionar sobre esta característica de la modernidad y nos traslada al tema esencial de este artículo y es: ¿cuáles serían los efectos de esta capacidad líquida en la forma de expresarnos? El escritor menciona que en algunas ocasiones podía suceder un efecto contraproducente con de la “liberación” o fluidez propia de lo líquido, y es que los individuos se veían nuevamente frente a esta rigidez e inflexibilidad, por parte de esta modernidad líquida, al no lograr adaptarse o seguir el cambio. Ante una constante adaptación en nuestra forma de concebir al mundo sería válido que podamos estar en la capacidad de generar nuestro propio juicio ante las nuevas circunstancias que se nos plantean, sin embargo, lo que podemos considerar hoy como correcto, podría evolucionar con el paso del tiempo. Sería simple si pudiéramos dejar con facilidad estos pensamientos, no obstante, si se tratan de opiniones o valores, ¿realmente sería sencillo alejarnos de nuestras creencias? Habría que cuestionarnos hasta qué punto podemos empezar de cero con nuestras concepciones y cuánto estamos dispuestos a ceder en cuanto a nuestros ideales. Si bien esto es más una cuestión personal, puede ser muy determinante en los efectos que puede causar en nuestro desenvolvimiento y la interacción que tenemos para comunicar nuestras opiniones.
Con esta extensa explicación es que apoyo la idea de que hemos entrado en una etapa en la que se vuelve común ocultar nuestras ideas para seguir el ritmo de esta modernidad fluida y cambiante. Es importante aclarar que el cambio de pensamiento no debería ser condenable, pero es importante comprender que no podemos mantenernos al día con los constantes cambios sociales y que, a su vez, no todos los miembros de la comunidad pensaremos de la misma manera. Estamos en un momento en el que derretir valores y romper esquemas se ha convertido en una práctica común, pero ¿hasta qué punto deberíamos derribar instituciones y empezar de cero? Esta inestabilidad que se crea, se traslada a nosotros como principales actores dentro de la sociedad, nos encontramos cada vez con más dudas de lo que podemos decir y lo que no. A pesar de que existen personas con capacidad de liderazgo, activismo o conocimiento, el otro porcentaje termina por tener pensamientos nublados. Como todo a nuestro alrededor se vuelve rápido y cambiante, en especial las opiniones, tenemos miedo de decir lo que pensamos. Ese sentimiento de sentirnos juzgados, incluso antes de haber compartido con los demás, es el resultado de una incertidumbre que se ahonda con cada corriente propia de esta fluidez y que nos lleva -incluso- a dejar de cuestionar si verdaderamente eso “nuevo” es algo que debería plantearse y simplemente nos dejamos llevar por el conjunto. Una frase que leí del sociólogo William G. Sumner decía “The mores can make anything right”, es decir que una mayoría puede volver verídica cualquier cosa. Si bien esta frase fue planteada para una teoría ajena a la planteada en este artículo, nos sirve para ahondar en la idea que una mayoría siempre va a tener la capacidad de empujar al resto, sea para una corriente que apoye, para alguna que le genere dudas o incluso sea llevado hacia una tendencia que no comparte pero que es aceptada y, por ende, tiene que verse inmerso en la decisión de ir contra corriente o decir lo que quieren escuchar.
Finalmente, nuestro desarrollo como parte de una sociedad cambiante -y como bien nos ayuda a explicar Bauman- nos aleja de poder construir una comunidad abierta al diálogo y dispuesta a generar mejoras en la misma medida que tiene la capacidad de valorar estructuras de pensamiento. Deberíamos apuntar a la estabilidad de una sociedad sólida, pero con la capacidad de lograr un intercambio y mejora constante de nuestra dinámica social. La manera más cercana a nosotros de poder lograr ello es con la herramienta que tenemos siempre a nuestra disposición: la palabra y nuestra capacidad de alzar la voz. Soy consciente de que esto no es algo sencillo, incluso me cuesta poder soltar mis pensamientos la mayoría de veces, no obstante, reconozco que estamos en la necesidad de cambiar este temor y lograr que cada vez más desarrollemos la capacidad de comprender a los demás, no desde la superioridad generacional o la intolerancia, sino desde la comprensión que no venimos de concepciones o pensamientos iguales y es justamente ello lo que puede ayudarnos a construir la estabilidad que necesitamos.
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Referencias bibliográficas
Zygmunt, B. (2000). Modernidad Líquida. (2da ed.). Fondo de Cultura Económico.
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