Aún se escuchaban murmullos, rezagos de conversaciones, cuando el profesor entró al salón dando un portazo. Se detuvo en la entrada, los ojos duros y distantes, y nos miró por un largo rato. Sin despegar la vista de nosotros, caminó hasta situarse al lado de su escritorio y, en un ya habitual gesto suyo, se peinó el largo cerquillo que disimulaba una calva incipiente, todo ello sin decir palabra. Hace rato que el salón estaba sumido en el silencio, en una calma tensa, expectante, lista para ser rota en cualquier momento, por cualquier palabra.
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La filosofía no sirve para nada, dijo entonces, claro y fuerte, su voz viajando por toda el aula, rebotando en sus blancas paredes. Es inútil, remarcó, no puedes hacer nada con ella. Estupefactos, sobre todo porque él era la última persona que esperábamos pronunciara aquellas palabras, no atinamos a decir nada: ni darle la razón ni la contra. La filosofía no sirve para nada, dijo de nuevo, esta vez más fuerte, con las cejas arqueadas y la barbilla levemente alzada, desafiante, como buscando algún atisbo de resistencia que aplastar en un instante. Quise decir algo pero no encontré las palabras ni los argumentos necesarios para contradecirlo. Algo dentro de mí gritaba que el profesor estaba equivocado pese a estar en lo cierto, que había un detalle más, un dato, una perspectiva, que no contemplaba y que era fundamental en ese asunto, que lo cambiaba todo.
La filosofía no sirve para nada, volvió a decir, pero ahora en un tono más animado, en una declaración que más parecía dirigida hacia sí mismo que al estudiantado que, incrédulo, lo contemplaba. Era como si una pugna se hubiera desatado dentro de él, una disputa dialéctica, personal, íntima, de la cual éramos meros testigos. La filosofía no sirve para nada, dijo una última vez, pero saboreando cada palabra mientras lo hacía, en una conclusión definitiva, en el ocaso de una discusión de la que solo tendríamos la punta del iceberg. Luego de eso, como si nada hubiera pasado, anunció que esa tarde iniciaríamos el estudio de la obra de Platón, y nos introdujo a una de las fundamentaciones más interesantes que he presenciado en Estudios Generales.
Aquel episodio, lejos de ser un suceso aislado e insólito, se convirtió en una constante a lo largo del ciclo, casi hasta el punto de ser una muletilla con la que el profesor coronaba sus explicaciones más logradas al final de clase. Ya saben, decía mientras se acomodaba el cerquillo, la filosofía no sirve para nada; y yo me revolvía en mi asiento, incómodo, sin saber muy bien qué argumentar al respecto.
Tal vez fue porque, en parte, tenía algo de razón –no pondré que "toda" porque en general soy esquivo a hacer declaraciones tajantes, categóricas al respecto– cuando realizaba tal afirmación. En el plano de lo funcional, práctico, técnico, cada vez más preponderante en nuestra sociedad, el quehacer filosófico no es equiparable a los resultados que obtienen médicos, profesores, ingenieros, administradores; es un quehacer orientado al cuestionamiento, a la contradicción, cuyos frutos no son ni inmediatos ni tangibles. Por ello, desde esa amplia y burda comparativa, intuyo lo que el profesor quiso decir cuando declaró que la filosofía no servía para nada.
Empero, y es algo en lo que recién reparo, nunca mencionó que la filosofía no fuera valiosa, podría ser "inútil", pero su valor intrínseco nunca estuvo en cuestión. Ello puede ser entendible en la medida que la filosofía es, desde sus albores, crítica: tuvo su génesis en el cuestionamiento que hicieron los primeros filósofos a los dogmas y mitos que rodeaban el problema cosmológico en la Antigua Grecia. Así, la filosofía se ha erigido como una disciplina orientada a rebatir, criticar, cuestionar, todas aquellas consignas, creencias, que intentan imponerse en el ser humano y así lastrar su progreso. Con sus preguntas fundamentales y respuestas tentativas, construyó los pilares que sostienen a nuestra civilización, desplegando así su carácter transversal y esencial en todas las áreas del conocimiento humano.
Por ello, es preocupante apreciar cómo el valor que ha adquirido la filosofía ha ido erosionándose con el paso del tiempo al punto de relegarla, sino desaparecerla, de la enseñanza curricular en muchos colegios e incluso universidades. Retroceso continuo e inexorable los últimos años, explicable en el avance constante y cada vez más incisivo de lógicas neoliberales-económicas que marginan todo aquello que no genere "rentabilidad", que no te "dé plata". Decadencia que no tiene visos de mejora en el corto plazo. Tal vez en algunos años, semestres, quien sabe, el profesor vuelva a entrar al salón dando un portazo y anuncie, esta vez para siempre, que la filosofía, aparte de no servir para nada, ya no es valiosa, ante lo cual los alumnos inclinarán sus cabezas en un sí como respuesta.
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